sábado, 24 de marzo de 2007

la espera

La tarde lloraba, pues era una tarde de abril. Ella sentada en la silla del porche movía la cuchara incesantemente. Había terminado de almorzar, y ella entusiasmada pasaba las horas viendo bailar las hojas de la arboleda del frontal de su patio. Esa misma tarde hizo una infinidad de las tareas que no fueron tachadas en la lista de sus quehaceres. Casi de cuclillas en la silla y disponiendo su mirada hacia el suelo se acostumbró en recabilar sobre sus intenciones y sobre el plan que calculadamente había trazado. Si, ella estaba nerviosa, ella jugaba con el cubierto y justo debajo de sus manos yacían un centenar de tiritas, que tan sólo hacía unos minutos, formaban parte de la esencia envasil de su acostumbrado postre de fresa.

Era sencilla la tarea por el momento; esperar. Pero a ella es lo que peor se le daba. El pasar esos minutos bajo la incertidumbre que ocasiona el no saber la respuesta de tu receptor la nervaban de una forma descomunal. Sentía como su corazón ahíto de aire cada vez viajaba con más fuerza, perdiendo el compás de la aguja del segundero que el reloj del salón llevaba. La piel más húmeda de lo acostumbrado y los ojos casi a punto de orbitar hacia el exterior, hacían de su persona un estridente rápido de movimientos incesantes pero combinados.

No se podría decir que nuestra amiga, nerviosa amiga, rezumara apaciguamiento; no, la mujer que se sentaba en la silla de madera negra, tenía el propósito de saborear tan sólo un instante. Esperaba a alguien. O quizás algo y ese algo era una respuesta, una única respuesta que le supondría otros días más de la misma desesperación, pero con un fin distinto; o más bien, un interrogante distinto.

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