sábado, 24 de marzo de 2007

Por Paula

Fue una tarde del mayo mas soleado y del año sexto del de los siglos el XXI; cuando de repente una anciano se coló por la rendija de las rejas de mi cuarto. Yo estaba en Ultramnia, un pueblo de la costa Este mediterránea de Europa, y procuraba de las más relajadas formas gastar el poco tiempo que me quedaba antes de llegar a mi rutinaria urbe Gratlilena. Es cierto, ese anciano en un principio parecía mostrarse un tanto precipitado y osado en sus acciones, pero la tenue luz que podía escaparse hacia el interior de mi hábitat entornaron mis ojos y mis oídos se dirigieron hacia el vibrar profundo de la garganta del viejo.

“Sin prisas con sonrisas”. Estas fueron las palabras que se repetían a lo largo de toda la mañana en mi mente, viajaban de un lado a otro y cada vez residían en lugares totalmente distintos de mi esencia sapiencial. En definitiva, parecía que el hombre matutino de grave voz había venido con el fin de desearme o aconsejarme alguno de sus motivos o conclusiones calculados a lo largo de toda su existencia. Era cierto, el hierro forjado del exterior de mi aposento lo atestiguaba. Como yo, sucedió que meditó y guardó las cuatro palabras del cultivado espontáneo y las dos sabíamos el precio que tendrían para un futuro.

La mañana pasó para dejarme encima de la mesa un recipiente de barro con una dorada y pequeña pata de cordero aun humeante. Al otro extremo de la mesa se situaba una jarra procedente de la mismísima bohemia repleta de un granate vino afrutado. No podía quejarme, el estrés provocado por la falta de tiempo que sufría durante el invierno lo curaban las buenas artes culinarias de mi querida tierra marina. Aún así el olor húmedo a salitre hacían de mi espíritu una melodía piano, pianísimo. Ultramnia era la mejor de las medicinas humanas. Sus parajes adornados de un verde profundo se diferenciaban del pálido dorado de las arenas de sus playas. La brisa era espesa a la par que agradable por su sensación de frescor que sofocaban inmediatamente los suplicios del ahogante sol de agosto. La sonrisa de Mateo cuando me veía salir de la panadería ofrecía el fulgor necesario como para aguantar toda una semana entera alimentada con tan solo unos instantes de ahítos suspiros. Era perfecto. Estar allí era como estar en el mismísimo paraíso si no llegase a ser por los comentarios y bulos propios de una aldea de tres centenares de vecinos. La vida era sencilla. Automática, si prefieren. Pero era sin duda una de las formulas más simples y a la vez llena de ver pasar el minutero de los dos relojes de la plaza nueva. El requiebro de los graznates de las aves rompían el silencio del atardecer; y el chocar de las olas en la inmensa roca gris del acantilado del plenilunio hacían de tu existencia un agradable manjar. Una gratitud ante los ojos de cualquier Dios. El sitio del que os hablo era sin duda mi hogar. Y el sitio del que os hablo fue sin duda escenario de una de las peores pesadillas hechas realidad.

Pues fue una tarde del mayo mas soleado cuando valiéronme las magistrales palabras del arcaico humano. “Sin prisas, con sonrisas”. Todavía estaba atónita y sorprendida, pues a manera de acertijo esas palabras paseaban por el patio de mi raciocinio con la cruel intención de ser descifradas. Lo intente un millar de veces, incluso me senté en el pollo de la escalinata del plenilunio con una actitud inocente a la vez que ilusa. Mi objetivo: sacar la entremiga del mensaje. Pero nada, mis deseos fatigados fueron a toparse con los dos verdes grandes ojos de Mateo, que tras una dura jornada de trabajo vino en busca del sosiego de mi compañía, o eso es lo que el apreciaba de nuestras largas excursiones por los recovecos de la inmensa roca gris. Cada día descubríamos algo nuevo de nuestros paseos y no era necesariamente del dibujo de sus parajes si no de las manchas y brillanteces del lienzo de su persona, ¡y de mi persona! Por supuesto. Esa tarde fue diferente, no hablamos ni tan solo media palabra. Mateo sonreía y yo sonreía; y el sol caprichoso se asomaba por entre las nubes a su antojo, hasta que una de ellas lo llevo a reposar a la línea del horizonte vistiéndose con el morado más naranja de todos sus vestidos. Los pájaros se durmieron con más antelación de lo acostumbrado y la roca gris del plenilunio no jugaba tanto con las olas como acostumbraba. Pudiera decirse que la tarde estaba muerta. Menos la boca de Mateo que cuando comentaba alguno de mis augurios de verano, este apresuraba el elevar de una de sus mejillas mientras dejaba un ínfimo surco perfectamente circular y contiguo a la consecuente comisura de sus labios. Entonces, apoyado en la roca gris sacaba una mano del bolsillo para poder remeter, en mi recogido, el mechón rebelde de mi flequillo y así seguidamente conseguir que aquí una presente hipnotizada dejase reposar la máquina superior de su existencia en la palma de su mano; y de la más serena de las maneras. Al fin, de esa forma, llegue a morir entre sus brazos con una actitud tremendamente tierna.

Entonces Mateo pausó sus arrumacos. Yo salte de mi paz interior confundida con el balbuceo de la espuma de las olas en la orilla, y entrepuse distancia para observar el mensaje de las pupilas de mi compañero de viaje. Pues no soltaba ni un solo sonido y la quietud de su mirar daba escalofríos. Por eso, decidí mirar al otro lado de la dirección de sus ojos; una mujer con casaca blanca y de largos cabellos negros, acercábase casi levitando y con paso suave hacia nosotros dos. Mateo dulcemente aparto mi cuerpo del medio del camino. Suponía un estorbo entre la mirada de aquella mujer y la flecha directa de la suya; y de esa forma con un adiós de lo más frío la siguió sin ni siquiera añorar lo que atrás dejaba...
CONTINUARA

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