domingo, 13 de enero de 2008

La pequeña muchacha

Había una vez una pequeña muchacha que creía en el amor. Una vez más después de haber sufrido tanto decidió apostar su última flecha. Pero cupido la partió en dos delante de ella mientras clavaba su mirada en la de la pequeña. La rompió. La destrozó de una forma tan cruel que las lágrimas de la pequeña muchacha rasgaban sus mejillas de blanca tez. Tanto dolor salía de su corazón. Tanta pena y tristeza. Que el mundo sostuvo en sus entrañas otro océano distinto a los ya conocidos. Ya no reía ya no creía en nada. Ella estaba enamorada del mismísimo amor. Sus ojos eran el espejo de lo gris que hay en la tierra. Sus ojos contaban una historia que revolvía el alma en suspiros del que la miraba fijamente. Dicen que un anciano murió al contemplar su desolación. Nadie ha podido describir el daño que producía el brotar de sus lágrimas. Directamente del corazón pasando por su vientre y subiendo con tanta fuerza que como hojas cortantes de un arma blanca resbalaban por su rostro. Nadie ha padecido de esa manera. Nadie ha sentido el frío del amor como ella. Nadie en esta vida ni en la que quiera que venga.


Esa vez sentada en la arena del mediterráneo quiso dejarse llevar por la sal a otro mundo. Era de noche y su pelo se confundía con el firmamento. El agua del mar embravecido entró en uno de sus sollozos y en este preciso momento a la pequeña muchacha se le secó su motor. Cuando ya estaba tirada en la arena un planeta compañera de la madre Gea torció su gesto hacia su último mirar. La cogió entre sus brazos y vertiendo lágrimas con ella perdió parte de su fulgor para que reviviera. Desde entonces la pequeña muchacha conformaba con la luna una unidad. Así la niña lloraba por el día y por la noche renacía. Ella le debía todo a su salvadora. Ella acompañada de su luz podía sobrevivir al tiempo, al sufrimiento y al más ahogado y verdugo dolor. Pues cuando acabe el sendero, el sendero del olvido, andará por otro camino; el que su amiga le enseñó.

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